Salmos 127:1
Si Jehová no edificare la casa,
En vano trabajan los que la edifican;
Si Jehová no guardare la ciudad,
En vano vela la guardia.
Existen muchos libros con títulos similares a: «La clave del éxito», «Los 10 pasos para alcanzar el éxito», «Los hábitos de las personas exitosas», y demás, que prometen revelar la verdadera fórmula para alcanzar el éxito. Son literatura interesante, generalmente basada en experiencias de los propios escritores cuyo estilo de vida y logros dan credibilidad a estas obras. Sin embargo, el punto de referencia para alguien que busca cómo alcanzar el éxito dependerá de la definición personal que se tenga de esta palabra.
¿Cómo defines «éxito»? Algunos lo relacionan a la acumulación de riquezas y un estilo de vida cómodo sin mayores esfuerzos, otros considerarán éxito a los logros de metas establecidas previamente, como un título, un ascenso, un cargo, etc.. Es posible que alguno defina éxito como la obtención de la felicidad por medio de buenas relaciones con los demás. Pero ¿cuál es tu definición?
Se puede tener éxito en los negocios y vivir una vida solitaria, sin afecto por parte de otras personas; o bien, tener buenas relaciones con muchas personas interesantes, y aún así sentir insatisfacción personal. Generalmente las personas que alcanzan un estatus social elevado se exigen mucho para mantener cierto prestigio o reconocimiento, debiendo seleccionar su grupo de amistades, los lugares que visitan, la ropa que usan, las actividades recreativas, el modo de hablar, y hasta lo que comen. En cierto modo, esto los lleva a perder su propia identidad. No pretendo inducir a nadie a tener una visión negativa de las personas que tienen mucho dinero; sólo detallo el aspecto de que, a veces, alcanzar cierto nivel adquisitivo para muchos se vuelve una espiral que los consume.
Considero que encerrar la palabra «éxito» a las capacidades adquisitivas de cosas materiales y dinero es minimizar la riqueza de su concepto. El éxito, por su origen etimológico implica un buen resultado, algo que termina bien, lo que resulta efectivo, eficaz, productivo y provechoso.
En el Salmo 127, al comenzar, el escritor sagrado establece un principio fundamental para el éxito en dos aspectos: la edificación de una casa y el resguardo seguro de una ciudad. Ambos aspectos son complementarios; no sería adecuado levantar una edificación esplendida en medio de una zona insegura donde prevalezca la acción delictiva. Del mismo modo, no tendría caso resguardar una zona que no contenga nada de valor. El salmista destaca la participación de Dios en estos asuntos a fin de que el trabajo realizado por las personas no sea en vano.
Edificar una casa es todo un proceso; desde seleccionar el lugar más idóneo para su construcción, hasta la especificación del diseño, los materiales, y el detalle de los acabados que dan singular belleza al inmueble. Se trata de un elemento fijo en la tierra, no es una casa de campaña o un toldo que uno mueve a conveniencia según las circunstancias, sino algo firme, estable, que perdura. Aunque el versículo usa del recurso literario de la metáfora para presentar a Dios como un arquitecto que edifica casas, en realidad, no es la acción directa de Dios haciendo los planos de una casa, o mezclando cemento con arena para hacer concreto; sino haciendo los planos de nuestras vidas y proveyendo los recursos necesarios. Dios no edifica casas, edifica nuestra existencia, nos creó con planes específicos que nosotros podemos aceptar o rehusar. En este sentido, cada vida, cada ser humano, es como una casa, una edificación en proceso que pasa por diversas etapas, pero que en la medida en que aceptamos la voluntad de Dios, la edificación se hace firme, estable, duradera, confortable, útil.
La vida de un ser humano puede ser una casa en forma de laberinto sin salida, lleno de oscuridades, difícil de habitar por su hostilidad. Así es una vida cerrada en sí misma, llena de orgullo, prepotencia, temores e ignorancia. Pero también nuestra vida puede ser una casa iluminada, espaciosa, arreglada, con áreas confortables, una cocina que cuenta con provisiones, una recepción que da la bienvenida a sus invitados, habitaciones que permiten el descanso. Sabemos que es así cuando encontramos personas llenas de paz que contagian a otros con la luz que llevan dentro, que sus palabras son alimento y en sus miradas hay verdad.
Considero oportuna esta comparación que se hace de la vida misma, individual y personal, con una casa. Estamos familiarizados con la frase «cada cabeza es un mundo», pero aplica también el concepto de casa, cuando observamos que el diseño de una casa y todo lo que contiene dentro es el reflejo de los sentimientos y pensamientos de quienes la habitan.
Siendo la vida de cada ser humano una evolución constante, observemos que el salmista se refiere a Dios como el participante indispensable en el proceso de edificación. Una vez terminada la casa, ya no se requiere la participación del arquitecto, pero en el caso de nuestras vidas, el proceso de edificación es permanente, constante, no termina; o al menos no termina en esta existencia temporal; la cual sirve para definir y edificar nuestra identidad eterna.
En el mismo verso, el salmista presenta a otro participante, ya no en la casa solamente sino también en la ciudad. Se trata de aquel que resguarda, que da seguridad. Puede que pongamos la salud en manos del médico, la educación en manos de los instructores, la vigilancia a cargo de un escolta, etcétera. Pero el escritor sagrado afirma que todo trabajo e inversión en seguridad es en vano si Dios no está a cargo. Grandes cantidades de dinero guardadas en el banco, o en una caja fuerte oculta en un lugar secreto no darán nunca la plena seguridad en todas las áreas de tu vida. Ya hemos mencionado antes que el dinero puede comprar medicina y contratar a los mejores médicos, pero no asegura la salud. El dinero puede comprar una cama, pero no el descanso. Con dinero se puede comprar un reloj, pero no el tiempo. El dinero puede comprar compañía, pero no amor verdadero o amistad.
Una carrera puede ser llamada exitosa cuando se alcanza una condición destacada en una especialidad de la profesión que genere ingresos espectaculares, pero no significa por sí misma que la persona haya alcanzando una vida plena con total satisfacción y estabilidad en las áreas más importantes. Hasta el día de hoy he tenido la oportunidad de lograr algunas metas; he alcanzado menciones honoríficas, he escalado en cargos hasta el más alto dentro de una organización, sólo por debajo del dueño (como José, el administrador de Egipto en tiempos de los 7 años de abundancia y los 7 años de escasez), he completado los ciclos de estudio que me he propuesto; pero ninguno de esos logros le dio a mi vida plenitud tal que no esperara más, algo superior. Todas las metas que se alcanzan llegan a un fin, y es necesario entonces replantearse las opciones para establecer una nueva meta, algo que nos motive a seguir adelante, algo que nos desafíe. En esta circunstancia, la definición de éxito está sujeta a la nueva demanda de auto-realización en algún momento dado.
El proceso que lleva cada una de esas metas que van sustituyéndose la una con la otra, requiere de cierta seguridad que puede estar sujeta a cosas tales como: la determinación y perseverancia del individuo, la capacidad dada por recursos económicos, buenas bases sociales, aptitudes o actitudes. Lo que dice el salmista es que sin Dios cualquiera de estas cosas hace inútil lo que se pueda tener o alcanzar, porque la plenitud de todas las cosas se encuentra en Dios.
Paradójicamente Dios no nos da las cosas sin ningún esfuerzo. Puedo adquirir algo con los ahorros de algunos años, pero muchos, ahorrando más tiempo que yo pueden llegar a tener una emergencia que les postergue la adquisición de lo que desean. Entonces no se trata de lo que queremos y por lo que luchamos, sino de contar con el favor de Dios. El apóstol Pablo lo dice de esta manera en Romanos 9:16: «Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia.»
Dios tiene una definición de éxito que es contraria a la que hemos considerado probablemente durante toda la vida. No se trata de cumplir nuestros caprichos antojadizamente, sino de hacer la voluntad del Padre. Jesucristo entendió eso y declaró que había venido del cielo para cumplir con la voluntad del Padre (Juan 6:38). Las definiciones de éxito para el mundo no se ajustan a este concepto, porque Jesús no terminó como un magnate bancario, lleno de posesiones materiales y grandes edificaciones, pero Dios le dio autoridad sobre todas las cosas (Filipenses 2:9-11). Si alguien en el mundo ha cumplido perfectamente la voluntad de Dios, éste ha sido Jesús. Y Su obediencia fue galardonada. No sólo eso, sino que produjo tal resultado, que hasta el día de hoy Su obediencia sigue dando testimonio del amor de Dios a la humanidad, y por Su sangre sigue reconciliando a los hombres con Dios (Romanos 5:10). Esto cumple perfectamente el más profundo significado de la palabra «éxito», porque sus excelentes resultados siguen generando cosas buenas.
Puede que Dios te haya creado para que prediques Su Palabra, o para que financies Su obra, o para que revoluciones la alabanza, o para que enseñes a otros con tu testimonio el amor de Dios. Quizás serás una persona conocida en los medios de comunicación o alguien en el anonimato que hace voluntariado para el bien de otros. No hay propósito insignificante ni vidas robotizadas cuando hacemos la voluntad de Dios. Terminar bien nuestra carrera hacia la eternidad es lo que representa el verdadero éxito en nuestras vidas. Tener riquezas no es malo, pero si por ellas se pierde la vida eterna, entonces son para mal. Puedes usar tu fama para la gloria de Dios, cuando tu testimonio muestra al mundo que eres auténtico e íntegro, pero si tu fama te aleja de Dios y promueves con ella todo lo que a Él no le agrada, sin duda, tarde o temprano, te darás cuenta de lo vacía que pueda encontrarse tu vida sin la plenitud y seguridad que sólo Dios puede dar.
Dios puede darte riquezas; lo hizo con José cuando llegó a ser administrador de Egipto (Génesis 41:40), lo hizo con Job después de una dura prueba (Job 42:12-13), lo hizo con el rey David, y aún mucho más con el rey Salomón (2da. Crónicas 1:11-12). Puede también que no lo haga, sin que por ello tu vida no alcance su propósito al hacer la voluntad de Dios. El éxito no depende de las riquezas que acumulas ni de los títulos que cuelgas en la pared, sino de vivir conforme a la voluntad de Dios, sabiendo que al final de esta vida pasajera nos encontraremos cara a cara con Él y disfrutaremos de galardones mucho más grandes que nuestra mente por ahora no puede alcanzar a comprender.
Tú escoges ahora la definición de éxito que quieras adoptar para tu vida. Yo te recomiendo que involucres a Dios en cada aspecto de tu vida, en todas tus decisiones. Él abrirá camino, el camino que debas seguir, no para hacer tu capricho, sino para hacer Su voluntad.