Romanos 12:19

No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.

Nadie está exento al maltrato, la burla, la maldad. Por ahí he oído esta frase: «todos tenemos una historia triste que contar». Y nuestra tendencia natural es de buscar venganza. Si nos dañan, queremos devolver con el mismo mal, e incluso, peor. Pero el consejo de la Palabra del Señor es que no busquemos venganza.

Hay algunos dichos acerca de la venganza, como que es un plato que se come frío, que el sabor de la venganza es dulce, o que el que ríe al último ríe mejor, todos ellos implicando en el placer de la venganza. Y todo ello producto del egoísmo y la sobre-estimación propia. Obviamente nadie tiene derecho a maltratarnos, pero al vengarnos, también nosotros salimos perjudicados.

Santiago 1:20 afirma que la ira del hombre no obra la justicia de Dios. La venganza resulta de la ira que nos provoca cuando sufrimos algún perjuicio. Este perjuicio es en sí mismo una injusticia, pero responder igual no nos conduce a la justicia, por eso Dios se adjudica a sí mismo la capacidad de obrar en plena justicia al dejar en sus manos todo deseo de venganza. En su lugar, somos invitados a perdonar, a amar al enemigo, a bendecirle (Mt. 5:44, 6:14).

Un impulso de ira puede llevarnos a cometer crímenes, violencias, injusticia. De tanto en tanto, oímos noticias de personas que fueron linchadas y hasta asesinadas cuando se les acusó de crímenes atroces, que luego se dio a conocer su inocencia. Es lamentable que cosas así sucedan, y son actos irreversibles. En otro escenario, buscar la venganza con la persona que provoca el daño, parece justicia, pero no lo es, porque nos iguala al agresor, ya que estaríamos haciendo lo mismo, o algo peor. Generalmente la venganza despierta los más bajos instintos de maldad, supone la creatividad y la astucia para llevar a cabo un plan que pretenda castigar al agresor, como acto de justicia. Pero demuestra la capacidad de maldad, de premeditación en las cosas malas, para lograr un objetivo perverso.

Nunca la justicia humana será perfecta, pero la divina no se equivoca. Por eso Dios nos insta, por medio de Su Palabra, a vivir libres del sentimiento de venganza, el cual sólo puede desaparecer cuando hay perdón.

Perdón no es olvido, como muchos creen, tampoco es negar lo que pasó, o menospreciar lo sucedido. Perdón es aceptar lo que pasó, es no buscar culpables, es borrar la falta y hacer un esfuerzo por seguir adelante, a pesar del dolor. Quien no perdona se estanca, se queda atrapado en la página del dolor. Perdonar no es hacer inocente al culpable, sino, como un acto de amor, liberarlo de la culpa, o mejor dicho, del castigo por la falta. Es exactamente eso lo que hace Dios cuando nos perdona.

El perdón es una disposición a soltar todo deseo de venganza. De nada servirá no buscar venganza cuando no hay perdón, ya que el odio y la falta de perdón son un castigo por sí mismos. Quien no perdona, se mantiene como víctima de su agresor, y lo ata con su odio, de manera tal que es candidato para despertar dentro de sí cualquier deseo de venganza.

¿Te gustaría vengarte de alguien por lo que te hizo? Créeme, ese deseo no viene de Dios. Más bien, Él te pide que sueltes ese deseo, que se lo des a Él. y que dejes que Él obre justicia en tu lugar, mientras te da la tarea de perdonar y orar por esa persona que te hizo daño.

Todos los días cometemos faltas, y merecemos por ellas un castigo también. Estoy segura que cuando se te acusa de algo que cometiste, desearías recibir perdón, en vez de recibir castigo. Por eso, como la ley de vida que ahora nos conduce es tratar a otros como queremos ser tratados (Mt. 7:12), debemos estar dispuestos a abandonar todo deseo de venganza y ofrecer misericordia y perdón.

Jesús es el máximo ejemplo de ello; al momento de ser vituperado, agredido, herido, abofeteado, y finalmente crucificado, no pidió venganza, sino que intercedió por sus agresores, pidiendo perdón para ellos. No profirió ninguna maldición. Y con Su muerte, consumó también la obra salvadora y redentora para la humanidad.

A diario se comenten crímenes atroces, y a diario se consuman planes de venganza. Es un círculo vicioso. La venganza no trae paz, tampoco revierte el daño, no obra justicia, ni causa satisfacción. La venganza siempre pide más. Es como un monstruo devorador que no se sacia con nada.

Si la energía, creatividad, paciencia y sutileza que se requiere para la venganza, fuera usada para el bien, el mundo conocería un poder ilimitado en la bondad. Se llevarían a cabo los programas de desarrollo más extraordinarios e impactantes de la historia. La mente ocupada en la venganza no logra ver la belleza de cada día, ni alcanza a disfrutar de todo su potencial para hacer el bien. Los que se ocupan en la venganza dejan de vivir, y empiezan a morir con una agonía prolongada y dolorosa. ¿Es eso lo que quieres? Espero que no.

Si logras identificar un deseo de venganza en tu vida, te invito a replantearte al respecto de esa idea. Créeme cuando te digo que no viene de Dios. Es mejor que sueltes eso y confíes en la justicia de Dios.

La venganza no volverá a la vida a la persona que murió, no cambiará tu pasado, ni te quitará el dolor, al contrario, lo aumentará cada día. Pregúntale a aquellos que lograron vengarse si son felices ahora, o si valió la pena. Buscar la venganza eterniza tu condición de víctima hasta el momento en que te conviertes en el agresor, no es un acto de justicia, sino de maldad. No juegues con eso, antes ora y pide a Dios que te ayude, que te sane, que te dé la fuerza y la capacidad para perdonar. Y cuando Él te muestra lo que hizo Su Hijo Jesucristo por ti, aún siendo como eres, lleno de pecado, entenderás que la gratitud por Su gracia y el amor a Dios facilita el perdón, facilita que sigas a delante, que vivas liviano de dolor, con esperanza, que avances, que superes todo.

Pasa la página. No dejes que ningún deseo de venganza te arruine la vida y te convierta en miserable y esclavo del dolor, de la amargura y del pecado. Hoy puedes orar por todas aquellas personas que te han hecho daño, y confesar a Dios que las perdonas, que confías en Su justicia, y que anhelas que esas personas puedan reconocer sus faltas y arrepentirse, para que tengan también salvación y vida eterna.

¡Confía! Dios tiene siempre un plan mejor.