Mateo 6:19-20
No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.
¿Qué es lo más valioso que posees? Para muchos, hablar de cosas valiosas es hablar de bienes materiales: mansiones, carros de lujo, joyas preciosas, oro, plata, grandes cuentas de ahorro, etcétera. Pero la vida de abundancia en riquezas materiales no es algo de la mayoría. Unos pocos son los que tienen acumuladas para sí las riquezas de la tierra, los recursos, y también el dinero. Paradójicamente, el pobre trabaja para el rico, de modo que el rico siempre tiene más, y el pobre es cada vez más miserable. Nuestra sociedad aún tiene un abismo social que separa a los de la llamada «clase alta» de los otros.
Sin embargo, hay otras cosas de valor a las que no se le puede poner precio; cosas que uno puede llegar a estimar más valiosas que a las cosas materiales, considerando que como hijos de Dios, apreciamos, valoramos y agradecemos las cosas materiales, pero no las amamos. Fuimos llamados a amar a Dios, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Ese es el Gran Mandamiento. Entonces sacando las cosas materiales totalmente de la lista de lo más valioso, nuestra mente puede abrirse a encontrar aquello que más nos importa: la vida, la salud, el amor, la familia, la Iglesia, la amistad, el tiempo, la sabiduría, entre otras. Y lo más interesante de todo es que ninguna de estas cosas se pueden comprar con dinero.
Sorprendentemente todas las cosas que pudiéramos mencionar, que son en verdad importantes y valiosas, en nosotros son pasajeras, son temporales. Lo único que no pasa en nosotros es nuestra alma. Por eso en Mateo 16:26 se escribieron las palabras del Señor Jesucristo en relación al alma del hombre: «Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» Nadie puede comprar su propia alma. No hay precio, no hay recompensa, no hay fondo suficiente para comprar el alma de sí mismo. Sabemos por las Sagradas Escrituras que nuestra alma es eterna. También sabemos que una vez que morimos, el alma puede ir a un lugar de descanso o a un lugar de tormento; y esto depende de cómo decidimos andar en esta vida; si decidimos andar con Cristo, o separados de Él.
El alma es la que nos da identidad. Dios nos hizo tripartitos, es decir, estamos constituidos en tres partes: espíritu, alma y cuerpo. Dios nos dio alma desde el momento en que nos creó, antes de ser formados en el vientre materno. El espíritu fue entregado en el momento de empezar a existir, y es lo que entregamos a Dios al morir (Eclesiastés 12:7). El cuerpo es el vehículo en el que el alma se mueve. Si hacemos el bien o el mal, no es por culpa del cuerpo, porque éste sólo obedece lo que el alma decide y le ordena.
Más allá de las riquezas, o del conocimiento, o de las relaciones que podamos tener (de amor, de amistad, de negocios), lo más importante que tenemos es nuestra alma. En un sentido metafórico y poético, al alma le llamamos corazón. Decimos que el corazón está triste o alegre, que está confundido o preocupado, que está sorprendido o desanimado, pero todas estas cosas vienen del alma. El alma se angustia, se entristece, peca, gime. El alma también alaba, se goza, se arrepiente, cambia. Todas estas cosas pasan en el alma, pero las mencionamos diciendo que pasan en el corazón. Cuando Dios le pide el corazón al ser humano, en realidad le está pidiendo su alma (Proverbios 23:26). Cuando Dios aconseja que sobre toda cosa guardada, guardemos el corazón, porque de él mana la vida, también se refiere al alma (Proverbios 4:23). Lo más preciado que tenemos es el alma, porque con ella se define nuestra vida o nuestra muerte.
Debemos guardar muy bien ese tesoro que tenemos, que es el alma. Pero, ¿dónde y cómo guardamos el alma? En Mateo 6:19-20 hay un consejo de parte del Señor Jesucristo, para asegurar lo más valioso que tenemos. Jesús dijo: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.» Si leyéramos superficialmente este pasaje, quizás pensaríamos que mientras más pobres somos, más cumplimos este consejo, porque dijo Jesús que no hiciéramos tesoros en la tierra. Si no tenemos cosas valiosas, jamás alguien intentaría robarnos, ni saquearnos, porque al no tener nada de valor, nada nos pueden quitar. Pero la pobreza por sí misma no salva, y tampoco fue eso lo que quiso decir Jesús.
Para entender el sentido de este consejo, hay que leer la oración completa. Las cosas valiosas que tenemos se atesoran en el cielo. Es como si tuviéramos una cuenta de depósito en el cielo donde guardamos aquello que más nos importa. Los tesoros se hacen en el cielo cuando ponemos la mirada en el reino de los cielos, en las cosas espirituales. Hacer tesoros en la tierra es amar las riquezas, es amar al mundo, es estimar más importantes las cosas de esta vida, que las cosas espirituales que nos llevan a la vida eterna.
Jesús aconsejó que no nos afanáramos por hacer riquezas, de modo que ésto consuma toda nuestra existencia, y descuidemos la parte más importante, que es la vida eterna. Porque hoy en día la gente llega a vivir en promedio sesenta años, pero ¿cuánto dura la eternidad? Además, uno puede llegar a tener muchas riquezas, pero no podrá evitar que un tornado se lleve su casa, que un terremoto le destruya su oficina, que un incendio le queme sus posesiones, que un fraude le robe el fruto de su trabajo, que un accidente se lleve a su familia, que una traición le robe sus amistades, que la mentira le apague el amor, o que el trabajo le consuma la salud. Por eso, aunque debamos trabajar y hacer riquezas temporales para vivir honesta y adecuadamente, e incluso, si fuera posible, cómodamente; aunque acumulemos riquezas que nos permitan ayudar a otros; no debemos menospreciar el consejo de hacer riquezas en el cielo. Las riquezas del cielo están aseguradas para siempre; no hay ladrón que pueda entrar al cielo, y mucho menos pestes y plagas que hagan daño y destruyan esas riquezas. Se trata de una cuenta en el banco celestial, que crece en función de lo que hacemos en la tierra: buenas obras.
Cada vez que haces buenas obras, depositas en tu cuenta celestial, y ese depósito está resguardado. Se debe entender muy bien que la salvación no se compra; se recibe por fe. Las buenas obras no dan salvación, sino recompensas. El cristiano vive para hacer buenas obras, de modo que todo lo bueno que haga se acumula en su cuenta, y éste es su tesoro. Y donde está tu tesoro, ahí está tu corazón, es decir, tu alma. En el reino de los cielos se invierte por medio de buenas obras, de oraciones, de ayuda a las personas necesitadas y de inversión en la obra del Señor. Dios hace memoria de cada ofrenda que damos, como lo hizo con Cornelio (Salmos 20:3, Hechos 10:4).
Las personas más bendecidas son las que hacen buenas obras, porque Dios no es deudor de nadie. Sin embargo, cuando las buenas obras no son nuestro tesoro, sino una especie de soborno para recibir el favor de Dios, entonces este principio no se cumple. Talvez habrá otra cosa importante para alguno que practique la caridad, pero su corazón puede estar desviado, amando otra cosa, y no a Dios. No importa qué tan prosperada pueda ser una persona, cuando las buenas obras no se hacen por consciencia, sino por costumbre; cuando la caridad represente solamente dar lo que sobra, y no un acto de verdadera compasión y con el deseo de agradar a Dios, entonces aunque haya cuenta en el cielo, asegurada, no es ese el verdadero tesoro de la persona, por ende su alma no está ahí.
Efesios 2:10 afirma que fuimos creados para buenas obras. Como cristianos, debemos practicar esas buenas obras, y con ellas, hacemos tesoro en los cielos. Cuando vivimos para las buenas obras, movidos por obediencia a Dios y compasión hacia los necesitados, estamos transfiriendo al cielo el tesoro más importante; nuestra vida. Hacer buenas obras implica invertir nuestra existencia a hacer el bien. Es entonces cuando aseguramos que el alma esté junto a nuestro tesoro.
Las personas pueden conocer aquello a lo que aman más, cuando reconocen que ésto es lo que más les ha quitado tiempo y dinero. Dime en qué te inviertes más y te diré lo que más amas.
Si pasas la mayor parte de tu vida con tu familia, y todo lo que tienes lo inviertes en ellos, entonces amas más a tu familia que a Dios. Si todo tu tiempo lo pasas en tu trabajo, piensas en él aún durante tu descanso, se vuelve la razón de tu existencia y lo único que te motiva, entonces amas más tu trabajo que a Dios. Cualquier cosa que ocupe el primer lugar en tu vida es lo que más amas, es en lo que más inviertes; y si no es a Dios, entonces, por más buenas obras que hagas, no está en el cielo el más valioso de tus tesoros.
Todas las cosas de este mundo pasan, pero los tesoros que hagas en el cielo no pasan (1 Juan 2:17). Tus tesoros permanecen, y con ello tus recompensas. Por eso debes considerar si vives para Dios, haciendo Su voluntad. Y si el cielo es el mejor lugar para guardar tesoros, procura guardar ahí tu alma, a tu familia, a tus amigos, toda tu vida.