Juan 14:15

Si me amáis, guardad mis mandamientos.

Dios tiene poder para hacer posibles todas las cosas, pero no lo hace porque hay una parte que nos corresponde a nosotros. Todas las promesas de Dios tienen clausulas que están escritas en letra grande; no son fórmulas secretas, Dios las dio a conocer por medio de Su Palabra, para que todos conozcamos las recompensas de la obediencia a Sus mandamientos.

Algunos confunden el amor de Dios con la tolerancia a cualquier actitud incorrecta, ignorando voluntariamente que Dios también es justo. Debido a esa ignorancia muchos permanecen en completa desobediencia a los estatutos de Dios. Pero quien ha leído la Palabra de Dios sabrá que hay una parte que debemos hacer nosotros como hijos de Dios. Así como solamente el estudiante que completa todas las asignaturas, pasando cada una de ellas, al menos con el mínimo requerido, puede alcanzar un título, así mismo para alcanzar las promesas de Dios debemos cumplir los requisitos.

Suponer que solamente tendremos de Dios Sus bendiciones sin pasar por pruebas o sin poner de nuestra parte es como creer que con sólo llegar a la oficina del director de una escuela, éste nos otorgará un diploma de egresados sin haber aprobado ninguna materia.

Dios demanda de nosotros obediencia a Su Palabra; una obediencia basada en el temor que es sinónimo de amor reverente. El temor de Dios es la conciencia plena de Su amor y de Su poder. Temer a Dios es vivir cumpliendo Su voluntad por amor, reconociendo que Él nos amó primero, reconociendo que todos Sus mandamientos son para nuestro bien, y por supuesto, para evitarnos las consecuencias de la desobediencia.

Muchos predican de un Dios castigador que va a mandar al infierno a todos los que no le obedezcan; pero esa historia está mal contada. Mas bien se trata de un Dios de amor, que le da oportunidades al hombre de vivir de la forma correcta, a travez de la obediencia a Sus mandamientos, los cuales al ser ignorados traen consigo consecuencias nefastas. No es que Dios quiera castigar a los desobedientes, pero sabrá corregir a Sus hijos.

Hay una gran diferencia entre la consecuencia de nuestras malas acciones y el castigo de Dios. Dios nos reprende como a hijos, procurando nuestra corrección. Así como un padre establece una forma de disciplina para su hijo cuando éste se porta incorrectamente, para que no sea un hijo malcriado, así Dios nos castiga, nos muestra que es Dios recto, justo. La disciplina muestra más el amor a los hijos que el consentirlos en todo lo que pidan, y con esto no me refiero a las reprimendas con golpes e insultos, porque Dios no hace eso. Como padres, cada uno tiene el deber de encontrar el método de enseñanza y corrección que le corresponda, porque es obligación de los padres formar a los hijos; es a ellos a quienes les corresponde educar a los hijos, es la parte que les toca. Herencia de Jehová son los hijos, son como saetas en manos del valiente (Salmos 127:3-4). Es decir, Dios da los hijos, son la herencia que Dios da a los padres, pero es obligación de los padres tomar a los hijos como saetas y lanzarlos hacia donde ellos van a llegar. Un padre consentidor o sobreprotector puede echar a perder a su hijo, lo mismo un padre que solamente corrija sin dar amor.

No hay una escuela de padres, pero en Dios tenemos el mejor ejemplo de padre que podemos encontrar.

La Biblia enseña que los hijos debemos obedecer a nuestros padres, esa es la parte que nos toca (Efesios 6:1-3), obedecerlos y honrarlos. Haciendo así tendremos larga vida y prosperidad. Pero para que esta promesa se cumpla debemos hacer lo que nos corresponde. No dice la promesa que cuando tengamos prosperidad entonces honremos a nuestros padres, sino al revés, la prosperidad en todo lo que emprendamos es producto de honrar a nuestros padres.

La paz es una recompensa de los prudentes. 1 Pedro 3:10 dice que los días buenos pueden verse, vivirse, si refrenamos nuestras lenguas de hablar mal y decir mentiras. Ocurre entonces que la paz se va, y vienen días malos, a causa de una lengua suelta, que además de decir mentiras, maldice por todo. Pero aún en medio de tormentas, se puede disfrutar de verdadera paz a causa de lo que hablamos. Las personas chismosas, mentirosas y maldicientes atraen desgracias y generan un ambiente pesado donde sea que estén. Pero las personas amables y prudentes al hablar se evitan muchos problemas y viven en paz. Entonces los días buenos se construyen, se consiguen por medio de la buena administración de nuestras palabras. Hay que cambiar entonces las palabras de queja y maldiciones por palabras de agradecimiento y bendiciones.

El perdón es un regalo de Dios por medio de Cristo, que también requiere una acción de nuestra parte: arrepentimiento. Salmos 51:17 declara que Dios no desprecia al que se acerca con humildad, con sencillez. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1:9). El perdón, que es la limpieza de toda maldad, se obtiene por medio del arrepentimiento, de la confesión de nuestro pecados y apartarnos de ellos definitivamente. No sólo eso, sino que para completar el proceso de redención, de perdón, debemos nosotros también perdonar a los que nos ofenden (Marcos 11:26). Esa es la parte que a nosotros nos corresponde a fin de recibir el perdón de Dios.

La vida eterna en comunión con el Padre Celestial requiere perseverancia (Mateo 24:13). Pregonar que un acto mecanizado de declaración de fe asegura la salvación para continuar actuando como si los mandamientos de Dios fueran sólo para unos cuantos, es herejía. Se trata de una errónea interpretación de las Sagradas Escrituras, engaño enseñado por muchos y aceptado por los que procuran las salidas fáciles, ignorando que las salidas fáciles son en realidad más difíciles de lo que parecen. La perseverancia en el camino del evangelio es un requisito para el creyente. Vivir conforme al modelo de Cristo es el norte de cada cristiano desde su conversión hasta su muerte. No es la hipocresía de fingir ser perfectos, sino más bien reconocer que estamos constantemente renovándonos hasta alcanzar la perfección de Cristo (Efesios 4:13). Entonces, aunque la vida eterna es el regalo más maravilloso que podemos tener, requiere de nosotros una parte, perseverancia.

La obediencia trae bendiciones (Deuteronomio 28), y la desobediencia trae maldiciones. Todas las promesas de Dios requieren una acción de parte nuestra, todas menos una. Dios nos ama, nos amó desde siempre. Nos amó cuando nos creó y nos acompaña desde que nacimos. Muchos al crecer nos apartamos de Él, pero Él no se apartó de nosotros. No hicimos nada para merecer Su amor, sin embargo, todo lo que existe fue diseñado por Dios exclusivamente para hacer posible nuestra existencia. Nos dejó libres para escoger estar con Él por amor, o vivir separados de Él. Así nos amó Dios, dándonos esa libertad. Pero tener Sus promesas requiere una acción nuestra, requiere obediencia a Sus mandamientos.

Un padre establece reglas en su casa, y si el hijo no las cumple, hay conflicto, hasta que ocurre una de dos cosas: o el hijo se va de la casa para no seguir en discusión con el padre, o el hijo obedece al padre acatando sus reglas. Estamos hablando de un escenario justo, no de una dictadura irracional. Se supone que los padres ponen reglas de cortesía, horarios para la televisión y para las salidas, restricciones acerca de quienes pueden entrar o no a la casa, ordenanzas orientadas a la moral y las buenas costumbres. Todas estas cosas están pensadas para formar a una persona de bien, con valores, con principios. Es exactamente lo que Dios quiere hacer con nosotros por medio de sus mandamientos.

No robar, no matar, no codiciar los bienes de otros, amar al prójimo y todos los mandamientos de Dios, están diseñados para formarnos como seres humanos sabios, íntegros y perfectos. La obediencia a los mandamientos no debe ser una carga, a menos que ignoremos la grandeza de sus recompensas.

La obediencia a los mandamientos de Dios no es motivada por el temor a ir a morar en el infierno por la eternidad, es mas bien la evidencia de verdadero amor, es la parte que nos toca. Ni toda la caridad del mundo, ni las buenas acciones sustituyen la obediencia. El amor a Dios se demuestra, y es entonces cuando se cumplen todas sus promesas en nuestras vidas, como una recompensa, como un premio, no sólo el reservado para la eternidad, sino algo que podemos disfrutar en esta vida.