Efesios 4:26-27

Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo.

Un momento de ira puede arruinar la vida de cualquiera. Las frases más ofensivas, los insultos más hirientes, los golpes y la venganza son motivados por la ira. Cuántas personas lamentan hoy haberse dejado llevar por un momento de ira. El enojo no es buen consejero. De hecho, es un peligro tomar decisiones en estado de ira, porque no se piensa racionalmente. El enojo hace que resaltemos los defectos y errores de quien nos causa esta emoción. Además, difícilmente podríamos encontrar algo positivo de una situación que nos cause ira, justo en el momento en que enfrentamos este estado emocional.

El consejo del apóstol Pablo es que no permanezcamos enojados, airados, contra nadie. El apóstol reconoce que prácticamente todos, sin excepción, podemos enojarnos contra alguien, quien quiera que sea, por alguna causa, justificada o no. Pero insta a los cristianos a abandonar este estado emocional voluntariamente.

El apóstol Pablo advierte del peligro de pecar cuando nos enojamos, porque podemos reaccionar cometiendo faltas graves que desagradan a Dios. Ninguna palabra corrompida debe salir de nuestras bocas, y nuestros pensamientos deben ser buenos. La ira nos puede impulsar a cometer algún pecado, por eso, debemos renunciar a ella, a los gritos, a la amargura y a toda malicia (Efesios 4:33).

Este versículo además insta a actuar pro-activamente para evitar los nefastos efectos de la ira. Como una forma de limitar el tiempo en que podamos permanecer enojados, el apóstol sugiere que no dejemos que el día se acabe sin antes reconciliarnos. Antes de que se ponga el sol debemos haber renunciado a toda ira. Esto no quiere decir que tengamos permiso de estar enojados todo el día, y buscar cómo abandonar este sentimiento hasta que llegue la noche. Mas bien, es una recomendación a ser diligentes en renunciar a este estado tan pronto como sea posible.

Hay personas que guardan ira en contra de otras por años, por asuntos de la infancia, por cosas que ocurrieron hace mucho tiempo atrás. Y este enojo les impide hablarles, ayudarles, abrazarlos, visitarlos. El enojo mata. No sólo porque muchas personas hayan cometido asesinato en un momento de ira, sino que también mata las relaciones, mata espiritualmente.

El Señor Jesucristo enseña en Mateo 5:22 que «cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego». Enojarse contra un hermano es igual que cometer homicidio. Literalmente dice Jesús que es «culpable», no dice sospechoso, ni acusado; dice culpable. Porque el enojo rompe la relación con el hermano, condena, el enojo destruye, primero a quien está enojado, y segundo, a las personas que sean afectadas por las acciones que cometen los que se dejan llevar por la ira.

La ira nos lleva a decir palabras ofensivas en contra de las personas que la provocan, incluso en contra de personas que no tienen nada que ver en el asunto; pero somos nosotros los responsables de las palabras que decimos. Así que ante Dios no estamos justificados de hablar mal cuando alguien nos causa enojo.

Cuando nos enojamos contra alguien somos seducidos hacia el deseo de venganza, pero Dios nos insta perdonar, y darle lugar a Él, quien en verdad realiza justos juicios.

La ira separa a las personas, pero el perdón une.

Muchas veces somos influenciados por otras personas, y no corroboramos los hechos, sino que somos arrastrados por mentiras y chismes. De ahí la necesidad de aplacar la ira, para poder usar la razón, y sobre todo, para obedecer al consejo de la Palabra de Dios.

Es necesario que reconozcamos el origen de la ira. Puede ser envidia, como la que tuvo Caín cuando vio que Dios se agradó más de la ofrenda de su hermano, y arrastrado por el enojo, lo mató. Puede ser la soberbia, como la que tuvo Jonás, molesto porque Dios destruyó una planta, pero esperaba ansioso que Dios destruyera una ciudad con más de ciento veinte mil personas. Puede ser el rencor, y la falta de perdón, como en el caso de Rubén, quien queriendo vengar la deshonra de su hermana Dina, que fue abusada por un príncipe, engañó al violador y lo mató junto a todos los hombres que habitaban en aquella ciudad, habiendo mostrado aquel joven su disposición a enmendar su falta.

No todos los enojos son producto de un mal pensamiento, o un mal sentimiento. Las injusticias y la profanación de las cosas sagradas también causan enojo e indignación. Jesús se enojó de ver cómo profanaban el templo de Dios, convirtiéndolo en un mercado, y lo limpió de aquellos profanos. Pero no permaneció enojado.

Dios también se enoja de ver las injusticias que se comenten en la tierra, pero extiende Su misericordia para con nosotros, pues si nos pagara conforme a nuestras acciones, ya hace rato habríamos sido consumidos por Su mano poderosa. Sólo veamos lo que hizo con Faraón y todo el pueblo de Egipto, cómo desató Su ira y mostró Su poder por medio de las diez plagas, cómo los castigo por tantos años de esclavitud y maltrato al que sometieron al pueblo de Israel.

Si Dios nos pagara conforme a nuestras rebeliones, seríamos los más desafortunados, pero ha sido misericordioso con nosotros. Es por eso que nos manda a ser misericordiosos con aquellos que comenten alguna falta, algún error, algo que nos cause enojo. Del mismo modo en que nosotros hemos sido perdonados por Él, debemos también perdonar a los que nos hacen daño (Colosenses 3:13).

Cuando seas ofendido, o agredido por alguien, no reacciones entre tanto que estés enojado. No importa cuán desagradable sea para ti lo que la gente comente. Tú obedece lo que Dios manda, perdona, porque entonces, cuando perdonas, eres perdonado tú también (Mateo 6:14-15). Muchas veces no encuentro una forma de contener la ira, y lloro, grito, me desespero, y me vienen deseos de venganza; pero recuerdo lo que dice la Palabra de Dios respecto del enojo.

Sólo por medio del perdón genuino, verdadero, logramos enterrar el enojo y darle lugar a la paz que Jesús da, la cual sobrepasa todo entendimiento. Refrenemos nuestras acciones motivadas por la ira, procuremos vivir en paz. El apóstol Pedro; un hombre que en un principio era muy impulsivo, pero luego de todas sus experiencias con el Señor Jesucristo, cambió la espada por la palabra, y la ira por el perdón; nos da el siguiente consejo citando las palabras del rey David en el Salmo 34: Porque:
El que quiere amar la vida
Y ver días buenos,
Refrene su lengua de mal,
Y sus labios no hablen engaño;
Apártese del mal, y haga el bien;
Busque la paz, y sígala.
Porque los ojos del Señor están sobre los justos,
Y sus oídos atentos a sus oraciones;
Pero el rostro del Señor está contra aquellos que hacen el mal.
1ra Pedro 3:10-12