2da Crónicas 7:15

Ahora estarán abiertos mis ojos y atentos mis oídos a la oración en este lugar;…

Uno de los atributos de Dios es que Él es omnipresente, es decir, que Él está en todas partes. Ante esta realidad, tenemos la oportunidad de reunirnos con Dios en cualquier parte. Puede ser en nuestra habitación, en el patio de la casa, en el jardín, en la calle, en el banco, en un hospital, en un parque, en la montaña, en la ciudad, en la playa, en un avión, en fin, en todas partes.

En rey David, en el Salmo 139 declara lo sorprendente de la omnipresencia de Dios, desde el verso 5 en el que declara que Dios está delante y detrás de él al mismo tiempo, hasta el verso 12; estos versos afirman que no hay lugar en el que podamos escondernos de la presencia de Dios. Por tanto, Dios está en todas partes. Aún en el lugar más escabroso, donde no haya luz, donde haya violencia, en el desierto mismo está Dios.

Algunas personas dicen que Dios no existe, porque si Dios existiera no habría tanta maldad en el mundo, pero la maldad existe justamente porque las personas niegan a Dios y no le dan lugar en sus corazones. Sin Dios la vida es un infierno.

Dios está en todas partes, sin embargo, escogió un lugar especial para reunirse con los que le buscan. El rey Salomón edificó una casa para Dios en Jerusalén, un edificio realmente extraordinario, y dedicado exclusivamente para la adoración a Dios. Le agradó tanto a Dios que fuese hecho este lugar como Su casa, que se le apareció a Salomón de noche para decirle que recibía esta casa como lugar de sacrificio, y además le hizo una promesa: que Sus ojos estarían abiertos y Sus oídos estarían atentos a la oración que se hiciera en ese lugar.

Ciertamente este lugar fue destruido, y aunque posteriormente tuvo algunas reconstrucciones, hoy por hoy no existe como tal. Pero conocemos que también dijo el Señor Jesucristo que donde se congreguen dos o tres en Su Nombre, ahí estaría Él en medio de ellos (Mateo 18:20). Es por eso que existen los templos o iglesias. Son edificios consagrados a Dios, para que las personas se reínan ahí a adorar a Dios y a conocerle por medio de la enseñanza de Su Palabra. Hacemos una analogía de aquel primer edificio dedicado a Dios, un lugar en donde Dios nos mira y nos escucha, donde Su Palabra es enseñada, donde le llevamos sacrificios, los que ahora no son becerros, ni palomas, ni trigo, sino nosotros mismos en santidad y obediencia (Romanos 12:1).

Pero la iglesia no es el único lugar para reunirnos con Dios. El pasaje en Mateo 18:20 presenta dos aspectos fundamentales: el primero es que se requiere de un mínimo de dos, el segundo es que lo hagan en el nombre de Jesús. En otras palabras, contamos con la presencia maravillosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, cuando dos o más personas se reúnen en un lugar en el nombre de Jesús, es decir, en la autoridad de Jesús, conforme a los propósitos de Dios. Y este lugar puede ser la sala, la habitación, cualquier lugar donde se reúnan en el Nombre de Jesús.

En efecto, al orar, recibimos de Dios gozo, consuelo, aliento, esperanza, corrección, etcétera. Pero al reunirnos con otros con quienes nos ponemos de acuerdo que es para adorar a Dios y recibir Su Palabra, entonces Jesús está ahí, y Dios nos ve y escucha nuestras oraciones que hacemos en Su presencia. Esto no anula la oración privada, de la cual Jesús enseñó en Mateo 6:6, donde afirma que Dios, quien ve lo secreto, recompensa en público. No dice que Dios se reúne con uno, dice que Dios ve.

Si el mínimo para reunirnos con Jesús es dos, entonces debemos buscar oportunidades para orar junto con otros. Muchas personas ignoran este principio divino, y se construyen sus propios preceptos, practicando una relación, según ellos, con Dios, pero separados de otras personas, sin congregarse en ninguna iglesia, ni reuniéndose con otros para orar. Esto no es la forma establecida en las enseñanzas de Jesús. Es necedad desechar la instrucción y aferrarse a la opinión propia, sabiendo por las escrituras que es un error.

Aunque Dios puede manifestarse a Su antojo cuando Él quiera y como Él quiera, estando nosotros solos o acompañados, la escritura enseña que debemos reunirnos con otros para reunirnos con Dios. La vida de fe no es una vida sedentaria, ni solitaria, sino una vida en comunidad. Cuando ingresamos a la familia de Dios somos miembros los unos de los otros, y por tanto, nos necesitamos los unos a los otros. Cuando nos reunimos en la casa del Señor para adorarle juntos, también compartimos aliento y alegría unos a otros. No podrías saber quien de tus hermanos en la fe tiene alguna necesidad si no te reúnes con ellos o con otros que te lo digan.

El tiempo de intimidad con Dios se complementa con el tiempo de comunión con los hermanos. Por eso, el primer y más grande mandamiento es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con toda la mente, y el segundo es amar al prójimo como a uno mismo (Mateo 22_36-40). Al reunirnos con otros bajo el propósito de reunirnos con Dios, mostramos obediencia, y Dios se agrada de nosotros, porque Él se agrada más de la obediencia que de los sacrificios.

Si eres de las personas que le resta importancia al asistir a la Iglesia, o al reunirte con otros en tu casa o en la de ellos para adorar a Dios, te recomiendo que lo reconsideres, y que cambies esa forma de pensar, sustituyéndola por una disposición completa a la obediencia. En Hebreos 10:25 se nos advierte que el no congregarnos se puede convertir en una costumbre, la cual debemos evitar, sobre todo porque el día del Señor está cerca, es decir, Su venida.

Consideremos, pues, la importancia y lo necesario que es congregarnos, evitando excusas, resaltando los beneficios de ello, tales como la adoración en grupo, dedicarle tiempo a Dios, recibir las enseñanzas de la Palabra de Dios, conocer y tener la oportunidad de servir a otros. El Señor Jesús tenía por costumbre congregarse en la sinagoga (Lucas 4:16), donde participaba de las actividades ahí, leyendo las Sagradas Escrituras, y otras veces enseñando.

Si decimos que amamos a Jesús y permanecemos en Él, debemos andar como Él anduvo (1ra Juan 2:6).